
La votación sobre el desafuero de Cuauhtémoc Blanco no solo dejó en evidencia la polarización en la Cámara de Diputados, sino que también expuso las fracturas internas dentro de Morena y su alianza legislativa, algo que antes AMLO corregía con un simple tronar de dedos.
El feminismo, en realidad, no es algo con lo que comulguen las filas morenistas. El hecho de que el PT, su histórico aliado, se haya opuesto al “perdón” otorgado al exfutbolista, acusado de intento de violación por su propia media hermana, y a quien posteriormente su esposa señaló de agresión física en un video, es un reflejo de otros desacuerdos, como las candidaturas en Veracruz.
La realidad es que el apoyo de la mayoría morenista —lamentablemente con porras incluidas, de diputadas al acusado— es un síntoma de un reacomodo de fuerzas que va más allá de un simple desacuerdo sobre un tema particular. Lo que se vio en San Lázaro fue la conformación de nuevas “corrientes” dentro del partido gobernante, algo que recuerda lo ocurrido con el PRD y sus tribus en sus años de auge y que, a largo plazo, podría derivar en una fragmentación más profunda de seguir igual.

El caso de Cuauhtémoc Blanco no es un incidente aislado. Desde la salida de Andrés Manuel López Obrador de la presidencia, Morena ha enfrentado una serie de conflictos internos protagonizados por Ricardo Monreal, Adán Augusto López, el PVEM y ahora el propio exgobernador de Morelos. Lo que antes era un bloque sólido empieza a mostrar fisuras, que han llegado incluso a los más jóvenes de la bancada. María Teresa Ealy y Enrique Vázquez son un ejemplo: ella lo acusa de violencia política de género tras criticar el voto oficialista a favor de Blanco, mientras que él la señala de utilizar su posición privilegiada como hija del dueño de uno de los periódicos más influyentes de México, acusándola de corrupción y de ser respaldada por seudoperiodistas, de generar división y no apoyar las iniciativas de la presidenta Claudia Sheinbaum.
En este contexto, urge la intervención de los líderes de Morena, quienes parecen estar ocupados en otros menesteres o directamente inmersos en el mismo conflicto.

Y Sepa La Bola… pero el próximo domingo 30 de marzo arrancan en todo el país las campañas para ministros, jueces y magistrados, marcando un hito en la historia de México.
Por primera vez, los ciudadanos tendrán la oportunidad de elegir a quienes ocuparán puestos clave del Poder Judicial mediante el voto universal. En esta elección se definirán 1,749 magistrados y jueces estatales en 17 estados, así como 881 cargos en el Poder Judicial de la Federación. Sin embargo, este proceso llega en un contexto preocupante, donde la independencia del Poder Judicial está en riesgo.
La reciente reforma judicial ha desmantelado la estructura de la Suprema Corte de Justicia, un bastión de independencia que funcionaba como contrapeso del poder ejecutivo. Ahora, este último busca consolidar su control sobre todos los espacios, poniendo en jaque la separación de poderes, fundamental para la democracia.

En el ámbito de las ministras, destacan nombres como Loreta Ortiz, mientras que otros, como Valentina Batres, han perdido el favor del público. A medida que se acercan las elecciones, las campañas para jueces y magistrados se intensifican, pero la desconfianza en el sistema es palpable.
Desde el inicio de este proceso electoral, han resurgido viejas prácticas políticas. El partido en el poder, al no contar con la mayoría, negoció con elementos del sistema anterior para lograr la reforma judicial. Esto ha generado desinterés generalizado entre la población, que se siente desanimada ante la perspectiva de votar el 1 de junio.
La sombra de un pasado amañado vuelve a asomarse, y la incertidumbre sobre la legitimidad del proceso electoral crece. La historia recordará a Miguel Ángel Yunes como un personaje clave en esta elección, pues al desbaratar el poder federal, puso en jaque no solo a la Suprema Corte, sino también a los tribunales de los 32 estados del país.

Además, el contexto electoral está marcado por restricciones: los candidatos no pueden comprar publicidad ni hacer campaña anticipada; los partidos tienen prohibido entregar dinero o bienes a cambio de votos; y los servidores públicos no pueden utilizar su cargo para favorecer a nadie. Incluso los medios de comunicación tienen limitaciones, pues no pueden publicar encuestas antes de la elección.
En este panorama, el verdadero reto no es solo la competencia entre candidatos, sino el desconocimiento del proceso por parte de la ciudadanía. Sin una estructura electoral adecuada y con la desconfianza reinante, la elección judicial de 2025 corre el riesgo de convertirse en una mera formalidad, donde el voto duro en plazas como el Zócalo podría definir el futuro del Poder Judicial en México.
La pregunta persiste: ¿serán los ciudadanos quienes realmente elijan a sus representantes en el Poder Judicial, o será un grupo selecto quien determine el rumbo de la justicia en el país? La respuesta a esta interrogante podría definir el futuro de la democracia en México.

